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Globos, vinos y escudos de condes: Un paseo por Haro

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volar en globo en Haro
Vuelo en globo en Haro. Por Gema Rodrigo

Es suave, muy suave.

No te das cuenta y fiuuu… Volando. 

Sin ruidos, sin la cabeza pegada al asiento, sin el rumiar de ruedas que saltan desde el asfalto.

Fiuuu.

Y vuelas.

Los Condes de Haro eran tíos importantes. Muy importantes. La familia Fernández de Velasco, nada menos. Que igual a ustedes eso ni les suena, pero en Edad Media y Moderna… peces gordos. Gordísimos. Que, además, emparentaron con otros peces igual de gordos, porque estas cosas de la coyunda nobiliaria era bien común por aquel entonces (y en poco hemos cambiado). Los Mendoza, ojo. Quienes, a su vez, unieron apellido con los de la Vega, antes; con los de Luna, más tarde. Vamos, que nombres larguísimos, de los que no entran en el usuario del Twitter. Íñigo Fernández de Velasco y Mendoza de la Vega Lannister Stark Targaryen y Chimpún. Aproximadamente, seguro que me perdonan la frivolidad.

Digamos que Haro fue (casi) siempre villa de señorío. Vamos, que allí gobernaban paisanos diferentes al Rey. Al menos en algunos asuntos. El primero fue Diego López de Haro, sin haber empezado el siglo XII. Luego tuvieron estas tierras monarcas, Plantagenets, Fadriques, Trastámaras, Alburquerques, Aragones. Y, al final, los Fernández de Velasco. Vamos, que era sitio jugoso.

Los señores solían hacer dos cosas en aquellos sitios que gobernaban. La primera y más importante era exprimir todo lo que pudieran, por aquello de ordeñar bien ordeñada la vaca, que linaje tenemos pero perras anhelamos. Y luego, casi por añadidura… chulearse. Los nobles querían presumir y por eso hacían casonas, palacios, torres, ennoblecían iglesias, realizaban donaciones aquí y allá, ponían sus escudos encima de paredes, tapices y siervos. Son sus costumbres y hay que respetarlas.

Sobrevolando Haro en globo

Haro
Haro desde el aire. Por Gema Rodrigo

Tú cuando vas a montar en globo hay un montón de cosas que no sabes. No sabes si tendrás miedo (quieres creer que no), no sabes si serás capaz de entrar en la barquilla (quieres creer que sí), no sabes desde dónde despegas, no sabes cómo se aterriza… No sabes, en general.

Nosotros fuimos a montar en globo con Álvaro Ron, Director de Operaciones en Globos La Rioja. Igual ustedes piensan que “Director de Operaciones” es expresión grandilocuente, y seguramente lo sea, pero es que Álvaro es de esas personas que llevan la tarjeta de visita en un DIN A4. Estuvo organizando el Festival de Jazz de Vitoria, estudió para odontólogo, ha viajado, ha escrito, trabaja en una universidad, cuenta historias graciosísimas de este y aquel, monta en globo. Y ríe, ríe mucho. Seguramente eso es lo más importante, lo de reír. Bueno, también tiene el título necesario para pilotar el asunto, que no es cosa menor…

Quedamos con él sin que llegue el alboreo, junto a la plaza de toros de Haro.

— Y, Álvaro, ¿vamos a despegar de allí?– Él ríe, ya he dicho que siempre ríe.

— No, no, cogemos el coche y vamos buscando un sitio mejor.

El sitio mejor está a unos veinte kilómetros. Primero carretera general, luego camino más estrechuco, después otro lleno de curvas y baches, uno que va por entre ramas de un bosque a medio otoñar. Observo, casi como esperando el salto del corzo o el jabato en círculos de luz blanca que van dibujando sendas. Después llegamos hasta un pueblito al que dicen Bujedo, metemos los coches (venimos dos, todoterrenos grandes, esos que lo mismo te llevan pacas de paja que te cruzan el desierto de Taklamakán) en una finca. Dos o tres meneos, frenazo, fuera luces.

— Mira — me dice — De aquí. De aquí despegamos. 

Palacios, murallas y muchos Señores

Haro
Palacio de los Condes, Haro. Por Gema Rodrigo

Así que patrimonio y huellas de los Señores, dijimos. El palacio de los Condes, por ejemplo, que es una muestra perfecta de lo anterior. Esa nobleza que fue guerrera en el medievo, que se transforma, centurias más tarde, en terrateniente agrícola y comercial. Por eso hay, en Haro, murallas, restos de torres que defienden, que repelen ataques, que soportan asedios. Por eso el palacio de los Condes tiene otro aire, Renacentista. El frontón, las columnas salomónicas, el enorme escudo, que no falte el enorme escudo. Tampoco es casual, supongo, que aparezca justo frente a la iglesia.

También está el palacio de Bendaña, al ladito del ayuntamiento. O el de Tejada, que parece un cacho de las dos Sicilias traspasado a tierras más septentrionales, casi un trampantojo rococó de color crema. Una delicia. O el de los Salazar, que a mí me gusta mucho porque tiene estilo herreriano. Juan de Herrera nació muy cerca de donde nací yo, y yo a su estilo lo denomino “barroco triste” porque es algo de una austeridad loquísima. A ver, Juan de Herrera, algo de alegría, una miajá de chispa. En los Salazar exoneramos a Herrera, por aquello de que llevaba muerto casi un siglo cuando se levantó. Pero las intenciones quedan, Juan, las intenciones quedan…

Ah, también tienen por allí el palacio de las Bezaras, pero es que delante de este palacio se levanta la picota de Haro, y aquí no hemos venido a hablarles de justicias y lloros.

Haro
Haro desde el aire. Por Gema Rodrigo

Yo paseo por la finca. Es un prao segado, pero con pajas duras que crujen a cada paso como si fuesen tallarines sin hacer. Me agacho, las rozo, arañan manos. Qué distintas, sí, de las caricias húmedas en el verde de mi tierra. Claro que allí ya hubiese salido el paisano con una escopeta a preguntarnos qué hacemos, qué nos hemos pensao, váyanse antes de que ocurra algo grave. Ventajas e inconvenientes. 

El terreno es llano, con una casa arruinada casi en el centro. Se pueden ver ladrillos, sillares en esquinas, diez o doce troncos caídos que debieron sostener techumbre. De entre esos muros sale, hoy, un chopo de hojas finas, con capa muy redonda, densa, impenetrable. Hay, más allá, otras dos casas. Una conserva aún espacios, aspectos, recuerdos. La otra es solo bosque, recuperar aquello que fue.

Por oriente empiezan a asomar claridades

Lo primero que debes hacer para volar en globo es dejar que un globo vuele. Pero un globo pequeño, de color negro mate, un globo como el que llevarías al cumpleaños del Tim Burton niño. Lo sueltan, lo observan mientras va perdiéndose entre el cielo para medir aires e intensidades. Olvidado en un firmamento que no es el suyo, podemos ver ese explorador que sube y sube.

— Hay viento de hasta quince nudos– dice Álvaro.

Yo lo miro.

— Volaremos bien- concluye.

El nudo equivale a una milla náutica, quince son alrededor de veintisiete kilómetros por hora. Lo de nudos viene por el origen del término, una forma de medición totalmente artesanal, con cuerda y varios lazos que se dejaban correr de proa a popa.

Ahora toca montar los globos. Los grandes, digo, los de verdad. Hay dos. En uno viajan ocho personas más el piloto, el otro alberga hasta el doble. Yo iré en el pequeño, aunque el más grande exhibe los colores de Torrelavega, que es mi ciudad, y eso siempre luce. Pero bueno, el pequeño ofrece más intimidad. Primero extienden la tela en el suelo, después comienzan a insuflar aire frío en el interior para estirarlo, más tarde pasan al aire caliente. Lenguas de fuego azul van dibujando forma, y escupen un chorretón de calor en caras y manos. Es curioso, hace rasca aquí pero no me había dado cuenta hasta ahora. 

Va a tardar un ratuco, porque debes inyectar templanza a los 180.000 pies cúbicos que tiene nuestro globo. Si te pones justo debajo parece que vieras una cúpula formándose ante tu mirar (chúpate esa, Brunelleschi). La máquina es de propano, y emite un rugir de dragón que se despereza. Alrededor, silencio…

Las noches naranjas de Haro

Haro
Haro. Por Gema Rodrigo

Las noches en el casco antiguo de Haro tienen un aire naranja. Las farolas que reflejan luces en muros ya avejentados, las losas por el suelo, el tong, tong que suena puntualmente para decirte “eh, igual es hora de tomar otro cacharruco, ¿no?”.  (En Cantabria llamamos “cacharros” a los vasos de vino. Claro que allí el vino es diferente. Vamos, que en Haro esto es toda una cultura. Riqueza y tradición. Luego se lo cuento).

Las calles son estrechas y todas parecen orientarse hasta la gran plaza de la Paz, siguiendo lo que llaman “La Herradura”. Hasta llegar allí… Sensaciones diversas. Encuentras arquitectura barroca, recuerdos medievales. También, y sobre todo, fachadas de aire modernista. Siglo XIX, miradores de color blanco, barandillas forjadas y filigraneras. Fotografías de lo que fue y de lo que aún es en algunos lugares para las familias. 

También hay edificios a medio olvidar. Pintadas sobre las paredes y hasta un descampado bastante chungo lleno de condones y tetrabriks con moho. Pero es que eso lo tienen todas las ciudades, creo. O, al menos, todas a las que voy.

El Ayuntamiento, soportales, más edificios con aire decimonónico, bares y bullicio que llega desde bocacalles cercanas. El conjunto es curioso porque resulta variado, fusión de varios estilos. Y, sin embargo, no cae en lo caótico, todo parece extrañamente bien ensamblado. Luz tenue, los pasos que resuenan sobre adoquines. Allí, a la izquierda, asoma la iglesia. Pero para ir a la iglesia hay que subir cuestas, así que lo dejamos para mañana. Hoy, ¿no dijimos antes que tocaba otro “cacharro”?

Haro
Centro Histórico de Haro. Por Gema Rodrigo

La sensación es de paz. Un silencio absoluto, un ascenso despacito, todos aguantando un poco el aire, porque siempre que sientes alejarse la tierra tienes que aguantar un poco el aire. Pero en el globo hay tranquilidad, el mundo parece transcurrir más despacio.

— Pilotar un globo consiste en ir buscando las diferentes capas de aire para meterte en ellas– me dice Álvaro. Ese aire corre en direcciones distintas dependiendo de la altura.

— Mira allí abajo– señala –Hay virutas de humo escapando de chimeneas, virutas que se pierden en dirección contraria a la que avanzamos nosotros.

La experiencia es hermosa, relajante. Digamos que no se la recomiendo a quienes busquen descarga de adrenalina rápida, pero sí a los que anhelan recuerdos y paz. Allí, casi en el horizonte, hay una serpiente de niebla que se retuerce entre meandros. Es el Ebro, transformado desde el aire en un brumario caprichoso. Nuestro globo sigue subiendo a golpes de propano que Álvaro deja salir poco a poco, buscando saltar de una capa a otra. Cuando haces ese paso sientes el viento en tu rostro. Luego no, luego vuelve la calma, y parece como si estuvieras detenido en el aire.

Abajo… pues de todo. Siembras, por ejemplo. Campos recogidos o a medio recoger: trigo, cebada, girasoles, algún olivar y viñedos. Sobre todo esto, sobre todo viñedos. Nos señalan un vecindario que queda a nuestra derecha. Es Sajazarra, allí hacen el único vino kosher de España, traen todos los años a un rabino, llamado Schneur Zalman, para que supervise el asunto.

— Oye, Álvaro, y ¿a qué altitud estamos ahora?– Consulto.

— Hemos llegado a unos 4.500 pies sobre el nivel del suelo– responde.

Echo cuentas. Oye, no está nada mal. 

De vez en cuando alguien señala algo: una roca, un coche, un pueblito que asoma. Yo me entretengo con las pareidolias, me resulta imposible no echarle fantasía al viaje. Allí, en el suelo, distingo huellas del Yeti (enormes porque, en fin, son huellas del Yeti), fantasmas, dos pimientos, el mapa de Alaska, una ballena que acerca su boca hasta los viñedos para comer uvas…

El mundo es un lugar extraño, pienso. Y me encanta.

La capital del Rioja

Haro
Haro. Por jimenezar

Para llegar hasta la parroquia de Santo Tomás hay que subir una cuesta. La que vimos anoche. Es curioso, hoy de buena mañana parece mucho menos pindia. Aunque hoy, de buena mañana, fatiga mucho más subirla.

Merece la pena. Por el templo y por lo demás. Está justo al pie de un cerro al que llaman de La Mota. Las motas eran construcciones defensivas durante la Alta Edad Media: elevadas, planta casi circular, rodeadas de foso y normalmente con una torre en el centro. Dicen que este es el espacio primitivo de lo que hoy llamamos Haro, y tiene lógica.

Así que seguimos subiendo. La iglesia es muy chula, tiene al lado un palacio, más construcciones históricas y vistas de las buenas. Pero es que… en fin, hay más calles para arriba y el deseo de ascender resulta irresistible cuando viajas, ¿verdad? Así que, poco a poco seguimos, con la lengua algo reseca y jadeos espaciados.

— Mira, aquí se ve casi toda la ciudad, vamos a parar un ratito- pausa, descanso, excusa, vuelta a caminar. Hasta lo alto, hasta lo más alto.

Merece la pena. Casi abajo está el barrio de La Estación. A lo lejos asoma esa zona que dicen de Las Conchas. Cerca están las minas de San Felices. Allí extraían ofitas, unas piedras pálidas que llevan en su interior feldespato, piroxena y cuarzo. Las que se sacaban de aquí eran tan duras que se usaban en los balastos del ferrocarril. Ahora todo ese terreno forma parte del Inventario de Lugares de Interés Geológico de La Rioja. Desde lejos parece, solo, cicatriz blanca en un paisaje de viñas y ocres. 

Conchas de Haro
Conchas de Haro. Por Noradoa

Lo llaman rescate. A lo de perseguirnos con el todoterreno, ir hasta donde aterrice el globo y llevarnos de vuelta a Haro. Lo llaman rescate y está bien tirada la expresión. Es un curro, no se crean, porque tienes que recoger todo el rollete. Treinta metros de largo, dos tipos distintos de tela (una más gruesa, otra fina), la parte baja de nomex, un material de aramida ignífugo. Hay que estirar el invento, luego ir doblando, subirlo en el coche. Vamos, que sudan.

A nosotros nos viene a rescatar Laura, que quedó en tierra. Laura tiene ojos vivaces, sonrisa que no se va y bastante maña con el auto, porque lo de meterlo a fincas y predios pues tiene su aquel. Mientras estamos en el aire llama a Álvaro.

— Mira, que igual tardo un poquito. Sí, sí. Es que he estado ayudando a un chavalín que había metido el coche en una zanja. Sí, sí… Las fiestas de Casalarreina, ya sabes. El tío no veía, no recordaba el teléfono de nadie. Un show.

(Luego estuvimos en Casalarreina y, en fin… Sí parecía animado el asunto).

Así que cuando vamos perdiendo altura vemos un reflejo grande que parece seguirnos entre las rectas de La Rioja. Muy pronto, casi recién amaneció, no hay mucho más tráfico. Es Laura, que viene al rescate.

Hongo oídio y filoxera

Haro
Haro. Por Gema Rodrigo

Igual a ustedes esto no les suena de nada. Pero si digo vino… Ahí sí, ¿eh?, bribones, ahí sí. Pues es que el vino de Rioja (el vino de Haro) tiene su origen moderno en esos dos bichejos que arrasaron cepas girondinas como si no hubiese mañana, come que te come, pudre que te pudre. Y entonces, claro, hubo de buscarse una alternativa, porque pasar veranos a finales del XIX sin refrescar gaznate era algo que no podía soportar Europa (analicen la historia de Europa y verán causas y modos).

Así que… Boom empresarial, de producción, económico. Cavas que se abren, que mandan rico tinto a los cuatro rincones del continente y que ayudó a que en Haro tuvieran un ferrocarril preciosísimo con el que exportar producción e importar parné. Así que en torno al barrio de La Estación se levantaron cillas, almacenes y demás pertrechos. Y el dinero crecía con forma de fruto madurando.

Hoy hay allí bodegas de esas modernuquis, con su aire de “falsa vejez”, con sus degustaciones, sus vinos servidos sobre toneles de superficie lisa, sus parras verdes y sanas sobre testa. No es crítica, eh… Todo el barrio tiene un olor a verbena de pueblo y a mí nada me gusta más. Experiencia gustativa, olfativa, también histórica e incluso tecnológica. Dicen que Haro tuvo el primer alumbrado público con electricidad en España, allá por 1890. Y aunque la historia tiene matices (como solo pueden tenerlos esas historias que resultan de lo popular) bien merece el hecho un brindis.

Haro
Haro. Por Gema Rodrigo

–Aterrizamos ahí –dice Álvaro.

Y señala un campo (más o menos) llano, (más o menos) grande. Así que el globo empieza a perder altura. Cuando quedan pocos metros al suelo te debes agachar, flexionar piernas y agarrarte con fuerza a la barquilla.

–A veces pasa, no siempre

–¿El qué? Oh, lo de volcar. Que la barquilla vuelque

–Tranquilo, no hay peligro. Pero mejor si no ocurre, ¿no?

–Mejor, sí

Descendemos. El suelo está cada vez más cerca. Ummm… Espero que esté mullido, que no haya piedras o hitos, o un tejón agazapado.

–Agarraos fuerte- adevierte.

Pam, primer golpe en tierra. El cesto rebota un poco, luego vuelve a caer, va arrastrándose por terruños, se detiene unos metros más adelante. No hemos volcado, así que aplaudimos todos, como en las aerolíneas de bajo coste. El coche de Laura asoma a lo lejos. Toca esperar.

Yo ya quiero volver a Haro… 

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3 comentarios

Ana Sainz de Baranda G. 26 de enero de 2023 - 13:45

Qué mala es la envidia!! Comenzar un reportaje poniendo a parir a la gente noble con buenos apellidos me parece periodismo de chusma y barato.

Responder
Karl-Heinz Wengert 26 de enero de 2023 - 18:28

Muy bueno articulo,Gracias,saludos

Responder
Pablo 30 de enero de 2023 - 09:14

Muy interesante y divertido. Muchas gracias, seguid así.

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